La frase del dia

30 octubre 2008

Nuestra alianza


Querida agua: sé que esta misiva no tendrá respuesta por tu parte, no importa, pues sólo me mueve el afán de que entre nosotros queden las cosas claras. Al principio, me contaron que vagabas por los valles y las montañas, que hurgabas bajo la tierra y que tenias el privilegio de volar camuflada entre las nubes para ver el mundo a tu manera. Que no eras de ningún sitio y que no pertenecías a nadie. Aunque con el discurrir de los años, algunos potentados comerciaron a tu costa. ¡Malditos avaros ignorantes!, desconocían que tú eres de todos sin pertenecer a nadie. No te preocupes, son los mismos que si pudieran comprar el sol acordarían pronto el precio para dejar el mundo en la más tenebrosa penumbra.
Pero vayamos a lo que nos concierne: nuestra palpable y consolidada relación. Supe que me estabas esperando en la jofaina antes de que naciera. Después de mi madre fuiste la primera en abrazarme. Te diré que fue un abrazo extraño, frío y desapacible. Seguramente te importó un bledo escuchar mi primer llanto. Al cabo de unas semanas trajiste un disgusto nuevo: rociaste mi cabeza con total impunidad y de nuevo me hiciste llorar mientras sonreías agazapada en la pila bautismal y me mostrabas la imagen fugitiva de un bebé que lloraba envuelto en toallas blancas.
Al salir de la iglesia me asustaron los cohetes, pero te sentí a mi lado aplacando cada estruendo con un beso. Doblamos la primera esquina donde nos esperaba la música, la percusión de los redobles y el trinar de la flauta nos acompañaron en la vuelta a casa. Fue la primera vez que nos juntamos los tres. La música sólo en momentos concretos, tú siempre coqueteando en mi costado.
¡Quién iba a suponer entonces tan fuerte dependencia!
Luego compartimos los juegos de niñez y ahí pude ver tu mala cara, ¡Qué no lo recuerdas!
Amiga mía, refrescaré tu memoria: fue una mañana de mayo cuando aún no tenía la edad escolar, pero ya había descubierto el extraordinario sabor de las cerezas.
Te cuento, aquel día yo jugaba con Pedro y Soraya en el centro de la plaza, a la vera del viejo campanario. Intentábamos construir pequeños y rudimentarios cuencos de barro, utilizando como materia prima la tierra suelta que había en el suelo y mi incipiente orín. Agrupábamos la tierra en pequeños montículos, después hacíamos un esbozo de cráter en cada uno; yo orinaba sobre la cavidad y la tierra humedecida mantenía la dureza suficiente como para extraerla y dejar a la vista una rudimentaria y frágil taza de barro. Sin embargo pronto se agotaron las reservas urinarias y necesitábamos un elemento líquido para continuar con nuestra obra de ingeniería rural alfarera.
Y fue en ese momento cuando te descubrí: ¡brotabas voluptuosa y magnánima en el caño metálico del abrevadero!, sucumbí a tu mágico hechizo y armándome de valor trepé hasta el pretil y caí en tus brazos. Me contaron que me abrazaste mucho rato, demasiado, aunque no lo suficiente como para llevarme eternamente a tu lado. El azar hizo que en ese momento pasase por allí alguien que conocía muy bien mi baby (guardapolvos) azul de rayas blancas y de un tirón me dio el aire que me negabas cuando yacía acurrucado entre tus algas.
¡No era el momento! Amiga, ese instante no te pertenece, ahí tú no mandas.
Pasó el tiempo hasta que llegó una tarde en la que comprimiste el cielo negro sobre los tejados de mi pueblo y descargaste una tromba feroz que anegó huertas y prados y se llevó para siempre a un pastorcillo que cuidaba su rebaño. ¿Qué te había hecho aquella criatura para arrancarle la vida tan temprano?
Cierto, descubrí mi pubertad en tus charcas de verano, hasta que un educador ató mi cintura con una cinta de persiana para liberarme de tus garras y patear sobre tu cara en la piscina del internado.
Te había vencido y me atreví a más en mis primeras brazadas. Tal vez por eso provoqué tu ira cuando crucé el Duero allá en Corporario mientras tú ignorabas mi bravuconería y con instinto maternal mirabas desde la profundidad o descolgándote desde lo alto de aquellas sinuosas barrancas. Amiga agua, sé muy bien que permitiste que ganara en aquel macabro juego de inconsciencia.
Esa máquina del tiempo continuó girando en el tiovivo de acontecimientos hasta que al cabo de los años fijó mi actividad laboral, y ahí tampoco quisiste que te olvidara, convirtiéndote en la razón que debía procurarme el bienestar familiar.
No estabas satisfecha y, para enmendar posibles confusiones, me trajiste a una mujer de signo de agua: ¡Una piscis de cuna charra!
Y no fue suficiente, me hiciste tuyo y vetaste la entrada en mi casa a otros licores de mesa.
Ahora apareces de nuevo, esta vez con buen talante, como la musa que desnuda el alma, para llevarme de la mano por un sendero a través del desierto de vocablos inconexos mientras construyo oraciones que reflejan sentimientos, no todos, algunos seguirán en el tintero porque forman parte de nuestros secretos.
Y, basándome en la confianza que nos une, he de manifestarte que no entiendo tu proceder de un tiempo a esta parte: ¿Por qué descargas tu ira en hogares sencillos y frágiles y cercenas la vida de gente inocente?
Reconozco que no te cuidamos lo suficiente, ni a ti ni tus moradores, pero sabes muy bien que esas víctimas no envenenan los ríos ni contaminan tus mares.
Tu malestar es comprensible y, por si vale como atenuante, quiero que sepas que somos legiones los que estamos de tu parte, que no compartimos las decisiones de los gobiernos sobre el modo de cuidarte. Sospecho que ese desencanto tuyo nos traerá fatales consecuencias. Entonces, los avaros tendrán que maquillarte en las entrañas de la tierra y restañar tus heridas en los acuíferos de los valles para que fluyas lozana como lo hacías antaño, cuando brotabas cristalina por el caño del abrevadero de mi pueblo, Corporario.

Tuyo siempre.

29 octubre 2008

Final campeonato frontenis


Final del campeonato de frontenis Santa Tecla 2008. Ganamos los rojos. Marcos (Nico) es el del pantalón blanco. El de la gorra ya lo conoceis

25 octubre 2008

LA CASA DEL REGATO

Salvador Vicente Carretero (2008)

En la quietud de la cocina la abuela Catalina rememoraba vivencias del pasado para fijar en la memoria bromas realizadas en Riocorpo, su pueblo. Chanzas donde la comicidad y el ingenio de los autores consiguió la gracia. Hechos que se convirtieron en históricos y que las distintas generaciones dejaron como legado.
Catalina, aunque justa de oído y medio ciega, aún podía recitar unas cuantas poesías, cantar varias coplas e incluso se atrevía con un nostálgico fado: Aurica Josepa.
En su juventud poseía una voz que hacía las delicias de quien la escuchaba. Ahora, que apenas salía de casa, se ayudaba con un bastón para mover su frágil y diminuto cuerpo, o con una pequeña silla de anea, la misma donde pasaba largas horas a la vera de la lumbre.
La casa constaba de dos plantas pequeñas pero sabiamente aprovechadas. Ubicada en el centro del pueblo en una plazoleta por la que discurría un regato a la izquierda de la casa. Una parra crecía al frescor del arroyo y sus ramas descansaban sobre el tejadillo de cinc encima de la puerta de la vivienda.
A ras de la calle, con el suelo empedrado por losas, estaba el recibidor, la cocina y la alcoba. Desde el recibidor ascendía una escalera de madera que llevaba a la planta de arriba, también de madera; aún seguían allí las camas de los muchachos, aunque estaban casados y vivían en Asturias, Sevilla y Salamanca. “Por si Dios lo quisiera”, solía justificar cuando le preguntaban para quién eran las camas del sobrado.
Se acercó hasta la puerta de la calle. De la parra que adornaba la entrada se desprendieron algunas gotas de rocío. El suelo escarchado de la plazoleta blanqueaba todavía. Miró hacia el cielo y lo vio emplomado. El regato bajaba turbio y porfiaba por desbordar el cauce. Varias gallinas picoteaban en la orilla donde la vecina había arrojado restos de comida cuyo cerco humeaba todavía.
No pasaba un alma por la calle y la campanilla del comercio que había en la casa de enfrente hacía años que no la escuchaba. Tampoco reparó en los muchachos de camino a la escuela, que eran un referente horario. Hacía mucho tiempo que el reloj se había muerto y no pensaba resucitarlo. Afirmaba que: “todas las cosas terminaban muriendo y entonces había que dejarlas en paz”.
Supuso que aún era temprano. Apoyándose en el bastón regresó a la cocina y cogió de la alacena una botella de anís, la que utilizaba de base rítmica, ayudándose con un tenedor que pasaba de arriba-abajo por el costado de rombos vidriados, mientras entonaba cantares. Le dio un buen tiento a la botella y se dispuso a cambiar el sino que presentaba el día. Sabía cómo hacerlo...
Sin más luz que el resplandor vacilante de la pequeña lumbre, hurgó entre sus recuerdos buscando algún día de sol radiante para afrontar la apática mañana.
Bajo los efluvios del licor, su cuerpo navegó en la calma y un ligero sopor la entregó en los brazos de Morfeo, sin olvidar que el peligro rondaba sus pies y siempre estaba al acecho: el fuego. ¡El maldito fuego!
En plena lasitud un ángel bueno se adentró en sus sueños, la cogió por el talle y volaron por un laberinto plagado de recuerdos...


-¡Esa soy yo! ¡Dios mío, cómo machacan los años!– exclama Catalina, sentándose al lado del ángel en lo alto del frontón.
Desde allí observan cómo una mujer menuda llena de agua un botijo en el pilar. Suena un repique de campanas y al poco el tambor y los trinos de una dulzaina. Un grupo de mozos sigue al músico por la calle principal. La comitiva se detiene frente a un toral en mitad de la calle, delante de la casa de Cándida.
-¡Es la víspera de boda de Cándida y Quico! Sí, un buen día, no quiero que se pierda nada- dice la abuela. El ángel mira y escucha.
Las escenas se suceden con absoluta nitidez. Dos mozos salen del grupo y encienden varios cohetes. De repente, uno de los petardos se eleva bruscamente y atraviesa el cuerpo del ángel, pero éste sonríe envuelto en brumas.
Los mozos continúan calle abajo, llaman a las puertas de las viviendas y ofrecen bandejas con el convite: altramuces, rosquillas, obleas, dulces y vino que escancian con un pellejo de la bodega del novio.
Arrecian los silbidos de los petardos y la fauna doméstica cruza atolondrada las calles. Una cabra testaruda golpea la cortinilla de corcho que cubre la puerta de una vivienda. En el corral de enfrente gimotea un perro porque no puede entrar por el agujero circular reservado a los gatos en el portón.
- Huyen porque piensan que se acerca una tormenta. Si supieran que huele a la pólvora de las buenas fiestas, y no a la tierra mojada que tanto les acobarda – dice Catalina.
Por momentos cesa el jolgorio, una bandada de tordos vuela por encima de los tejados con rumbo a la laguna de Fuente Buena, allí capturan lombrices en el barro que la circunda. Las golondrinas se descuelgan en vuelos rasantes oteando el suelo, en busca del grano de trigo perdido durante el acarreo de la era a la cilla.
Los novios, Cándida y Quico, cogidos de la mano, entran en algunas casas y después salen con envases y cacerolas para el banquete nupcial.
A media tarde se reúnen en la Iglesia las amigas de la novia con ramilletes de flores.
- Ahora adornarán los reclinatorios de la ceremonia- anticipa Catalina.
Momentos después la gente sale del pueblo. Algunas mujeres cubren el cabello con un pañuelo. Otras llevan al cuadril una pequeña cesta con la merienda. Las siguen los hombres con la bota de vino cruzada a la espalda y la vara en la mano, ataviados con boinas y sombreros que mitigan la fuerza del sol.
- ¡Van al desenjaule! – exclama. El ángel la observa y escucha-los traen a media tarde para que no les pique la mosca. Aunque no es nada extraño que salten el cercado. Si se produce, la novedad corre de boca en boca entre los pueblos del contorno. A partir de ese momento, el temor anda por los caminos y se agiganta al llegar la noche cuando las sombras de los arbustos parecen tener cuernos y rabo.
La anciana y su ángel emprenden el vuelo coronando unos cerros y tras una alameda aparece un valle rocoso con gente sentada en los aledaños de un prado, en cuyo centro, entre juncales, espejea una pequeña laguna.
Una nube de polvo planea sobre una loma cercana. Dos hidalgos caballeros con la garrocha al hombro preceden la torada. Se oyen las voces de los vaqueros y cerca del prado se produce un sigilo tenso y prudente.
Una vez en el interior del prado, los toros miran altivos hacia el colorido de la gente. Uno levanta la testuz en actitud desafiante y rasca el suelo extraño, como invitando a entrar en su terreno para acometer fiero.
El mayoral de la ganadería salta la pared, la gente susurra. Avanza con cautela, apoyándose en una pértiga y con un saco colgando en la espalda. Un vaquero le sale al encuentro, hablan y el caballero se aparta.
El mayoral llama a los animales uno a uno por su nombre y éstos acuden dóciles al reclamo del amo, quien con un cazo vierte el grano en las pesebreras. Luego se aparta con forzada naturalidad y desanda el camino entre el runrún de sorpresa. La camada merodea la laguna. Los vaqueros se sitúan delante de la puerta y chocan sus garrochas en triunfal saludo por haber terminado sin novedad. El público aplaude espontáneo.
Se suceden los comentarios sobre la estampa de los morlacos, mientras corre el queso, el embutido, y también el escabeche aderezado con cebolla y vinagre.
Alguien canta siguiendo el ritmo de palmas cuando el sol amaga en festivo bamboleo tras las colinas del oeste.
De regreso al pueblo se acrecientan las sombras y fluctúa en la lejanía el alumbrado de las aldeas portuguesas.
Después de la cena la gente sube a la verbena de la era. Amador, sentado en un taburete encima del carro y con dos faroles iluminando el acordeón, interpreta el vals “Danubio azul”.
- No suena tan mal – dice el ángel.
Debajo del acordeonista se apoltronan con sillas y taburetes las madres, formando un palco inquisidor con la espartana misión de mantener incólume la honra de la familia. A veces murmuran cuando observan como alguna moza baila descocada o permite algún beso de soslayo.
- ¡Que corra el aire! ¡Esas manos quietas!- gritan a coro.
En la explanada de hierba bailan los vecinos alternando las parejas.
- Dos piezas es lo normal- comenta la abuela- bailar alguna más suscita comentarios.
El personal baila entretenido, igual que en otras verbenas, pero la noche tiene un halo extraño por más que la oronda luna pretenda hacer día la noche.
- ¡Mi hijo Jesús!, ves tu, ya no me acordaba – farfulla Catalina
- ¿Dónde?- inquiere el ángel.
- En el centro de la era, el que tiene una gorra y baila dando saltos con otros muchachos – afirma, indicando con la mano un grupo de jóvenes en mitad de la era.

Se produce la primera pausa, la gente se acerca hasta el carro para sugerirle al músico alguna canción.
Amador interpreta ”Suspiros de España”, la canción prende entre el público formando el carrusel de parejas que bailan sobre el pasto la melodía del dos por cuatro.
¡De repente! escucha un sonido infrecuente. No quiere dar crédito a su sospecha. Agudiza el oído cuando el acordeón lo permite.¡Sí, son cencerros!, se dice. Tal vez de alguna vaca que duerma cerca, piensa. Busca con la mirada a Jesús para alertarlo, pero no lo ve entre el público. Remata el pasodoble y escudriña los caminos cercanos. Descubre varias sombras que avanzan entre paredes. No le cabe la menor duda, se están acercando. Mira hacia las sombras y las ve agrupadas bajo una higuera. Observa al personal y encuentra significativas ausencias...
Deja el acordeón sobre el carro y, abriendo los ojos como si el diablo estuviese a su lado, se desgañita gritando: ¡Los toros se han “escapao”. Barruntan el agua y vienen hacia el pilar!
La gente presa del pánico corre de manera atropellada hacia las primeras casas, unos muchachos se encaraman sobre un manzano. Otros se sitúan expectantes sobre las paredes de las huertas.
Amador permanece agazapado tras el eje del carro hasta que entran en la era los morlacos.
- ¡Eh! ¡Cabestros! – dice, dejándose ver.
-¡Ay va, mi padre!- exclama Jesús, apartando el saco encapuchado que cubre su cabeza. Sus cuatro compañeros lo hacen también.
- Venid aquí y esconded toda la fanfarria entre las ruedas. Lo habéis hecho muy bien: más de uno se lo habrá hecho en los pantalones.
- Jesús tapa con la camisa una pequeña esquila que cuelga por detrás de la cintura y la inmoviliza con un pañuelo antes de sentarse junto al resto de la cuadrilla.
Amador abre el acordeón y suenan las notas del pasodoble inacabado”Suspiros de España”. La gente regresa y continúa la verbena. Algunos preguntan al acordeonista acerca del rumbo que tomó la manada, Amador guiña el ojo y da la callada por respuesta.
Todos bailan acompasados las mismas canciones que tiempo atrás fueron la espoleta del amor, sentimiento que hibernaba en la rutina y que ahora esas mismas melodías traían entrañables recuerdos.
Jesús y su cuadrilla escuchan con sorna los comentarios de la gente, mientras observan de reojo la cara de circunstancias que muestra su amiga Cándida.
- Este año han traído un semental viejo- dice un hombre que baila cerca de la novia- nada más entrar en el prado, arremetió contra las pesebreras y derramó el agua-mintió azuzando el miedo- el mayoral dijo que ese toro era el mejor semental que habían tenido en la finca, hasta que otro lo expulsó después de vencerle en la pelea por la hegemonía de la camada. Añadió que desde aquel día vagó por la dehesa hasta que surgió la posibilidad de traerlo a nuestra feria.
- Así terminan la mayoría – terció otro bailarín- ya conocen el engaño de la lidia y más vale que Dios se apiade del valiente que se ponga delante.
- Si es tan peligroso, ¿porqué lo traen a un pueblo de mala muerte donde ni siquiera tenemos plaza en condiciones? - pregunta Cándida, irritada por la desidia del personal.
- ¡Por las arrobas que da en la romana del carnicero!- justifica un gracioso y añade- Además, si el maletilla consigue salir triunfante encontrará el apoderado que le prometerá la gloria y el dinero de las plazas importantes.
Se suceden las alusiones al peligro del semental y el ánimo de la novia cae a pasos agigantados. Entretanto, Amador, braceando desde el carro, llama a Quico.
Llegan hasta la era los ladridos lastimeros de un perro asustado o hambriento en algún prado cercano.
- ¡Ése se ha encontrado con ellos!- afirma una voz.
El personal continúa expectante.
- No entiendo cómo la gente puede estar con ganas de jarana cuando los toros andan rondando por aquí- se lamenta Cándida.
Sus amigas intentan incorporarla a la fiesta pero no hay forma humana de conseguirlo. Llegan a Jesús los derroteros que está tomando la situación y decide hablar con Cándida.
- ¡Se puede saber porqué estás así! – la increpa – eres la novia y nos estás fastidiando la fiesta. ¿Qué te preocupa?
- ¡Vaya pregunta más estúpida, sabes de sobra el motivo!
- ¿Perdona? ... no sé de qué me hablas.
- ¡Los toros andan sueltos!
- ¿Tú los has visto?
- ¡Aquí me iba a quedar, me largué pitando cuando tu padre avisó! … Pero algunos hombres pueden darte toda clase de detalles. Unos dicen que el prado está vacío, otros aseguran que sólo se ha escapado uno. ¿Tampoco escuchaste al perro?
- ¡Qué perro!
- El que aullaba antes.
- Sí, pero carece de importancia... estás más nerviosa de lo que pensaba. Y lo comprendo: no se casa uno todos los días.
- ¿Dónde estabas?, espero que mañana estéis todavía cuerdos, porque os creo capaces de cualquier burrada que nos fastidie la boda.
- Pierde cuidado, queremos estar frescos y guapos para el retrato.

- ¡Queridos amigos! –dice Amador, dirigiéndose al público- Quico quiere despedir su soltería interpretando el éxito del momento: “Angelitos Negros”. La trilla no nos dejó rematarlo pero ahora veremos si valió la pena el ensayo.
- ¡Va por ustedes!- exclama Quico cual si fuera un torero en pleno brindis. El músico repite una rueda de acordes que dejan entrever la pegadiza melodía, y levantando el rostro indica al novio el compás de la entrada. La voz acapara la atención del personal y pronto se unen en el baile. No todos, Cándida desecha todas las invitaciones. Al terminar el bolero suenan los aplausos y el siseo de las parejas en el descanso.
De pronto, el campanilleo grave de los cencerros resuena en la era.
-¿Y ahora qué, tampoco oyes nada?– pregunta Cándida a Jesús.
- Sí, es cierto, están cerca- asintió Jesús con cara de espanto.
- Pues la gente no se inmuta. Como entren en la era, ¡a ver quien es el guapo que evita la tragedia!
- ¿Puedo revelarte un secreto?
- ¿Eh? Aquí, delante de la gente. ¿No será alguna simpleza de las tuyas?
- Mujer, hoy no es el día.
- Pues suéltalo.
- ¿Seguirás siendo mi amiga?
- Se da por hecho.
- Mira hacia el campo santo.
- Porqué.
- Porque el buey mayor ya está en la era.
- ¡Dónde!- exclamó asustada, mientras arreciaba el tintineo de la fanfarria.
- ¡¡Aquí, delante de ti!! – exclamó, girándose para que sonara la cantarina esquila.
La novia emprendió a golpes y empujones con el farsante, éste le lanzó la gorra a la cara para ganar distancia, pero las mujeres del palco se abalanzaron sobre él hasta reducirle en la hierba. Le pellizcaron con saña, mas no pudieron evitar que en la montonera a más de una se le viera el refajo de las enaguas. Este incidente no estaba previsto en el guión y fue el aporte que el azar regaló esa noche para la posteridad. Al final, vecinos, novios y familiares, reían y tomaban partido sobre cuál era el episodio que más gracia les había producido: el simulacro de los toros escapados, o la trifulca final.
Cuando tornó la normalidad a la era. El acordeonista llamó al artífice de la broma:
- ¡Jesús, ven aquí!
- ¡Qué quieres!
- Me gustaría que cantarás conmigo “El Pañuelo bordado”
- ¿…Y eso?
- Quiero dedicárselo a tu madre.
- Acepto, pero…
- ¿ Pero qué?
- Quiero a cambio la llave de la bodega para invitar a un trago a los mozos del pueblo de Quico.
- Eso está bien hecho hijo, la buena hospitalidad no está en las casas ricas sino en aquellas que brindan acogida aunque la despensa esté vacía.
- ¿Empezamos?

La voz de Jesús se explayó con sentimiento en los versos.
“Este pañuelito fue compañero del dolor,
cuántas veces lo besé por aquel perdido amor.
Bordadito de oro está y lo llevo siempre aquí,
muchas veces lo besé al acordarme de ti”
Y allí, junto a la rueda del carro, la mujer menuda del abrevadero les miró emocionada y feliz.
- ¡Otra vez yo! – exclama la abuela – Nunca olvidé ese momento.
- Sí, Cati … – la abuela se ruborizó como una adolescente, Cati sólo la llamaba Amador, giró temerosa el rostro en pos de un presentimiento, y allí estaba a su lado, aquel muchacho vivaracho de ojos verde aceituna y mirada pícara, quien la llevó a pasear un atardecer por el camino de Masueco, y al llegar a la laguna le declaró su amor, alto y claro, porque las ranas de la charca no cesaban de croar.
- Siempre te tuve en mis sueños, en vida y aquí en el cielo- afirma el ángel – pero aún te quedan emociones que agotarán tus facultades y cuando sientas que ya no te quedan ganas de vivir, piensa que tienes tu sitio junto a mí, y nada ni nadie podrá separarnos jamás...

- ¡¡Abuela!!- reprochó Pedrito, zarandeando a la anciana por los hombros- no se duerma tan cerca del fuego porque se puede caer de bruces encima de las brasas.
- Tienes razón hijo mío, pero estaba en un sueño tan bello. Siéntate que te lo...
- No hace falta que me lo cuente abuela- irrumpió decidido- ha dicho mi madre que usted ya chochea.
- ¡Ah sí! Pues dile a tu madre que más pronto o más tarde todo llega y, casi siempre hijo mío, sin darnos apenas cuenta.
- No sé si recordaré tantas cosas. Cuando venga al comercio dígaselo a ella.
- En cuanto asome la nariz por la puerta... ¿Cómo no estás en la escuela?
- Don Tomás está de viaje y no volverá hasta mañana. Quiere comprarse un coche nuevo que no irá con cuerdas y alambres como el de Simón de tía Nicasia.
- Pues ya sabes hijo, aprende cuanto puedas para que un día puedas viajar por esos mundos de Dios.
- Yo quiero ser cabrero y vivir cerca del río. Construiré una casa en la ladera con un corral grande donde guardaré las cabras los días que llueva.
- Sólo tienes diez años… El tiempo ha de dar tantas vueltas que sólo Dios sabe dónde y cómo encauzaras tu vida.
- A lo mejor me voy a estudiar a un colegio de frailes. Ayer vino a la escuela un hombre vestido con sotana y un crucifijo dorado colgando del cuello, nos dijo que no podía decir misa, aunque llevaba sotana y ese cinturón de cuerda lleno de nudos que llevan todos los curas. Se quedó mirando uno de mis dibujos y después dejó sobre mi pupitre una revista con muchas fotografías de un colegio con una piscina de agua azul y campos de fútbol con porterías de verdad y no de piedras como las que hacemos en la era. Me preguntó si quería ir a estudiar allí. Le respondí que sí. Después, en la noche, cuando mi padre llegó del pantano, nos explicó que los hombres que llevan sotana y no dicen misa se les llama frailes.
- Hombre... no estaría de más tener un fraile en la familia.
- Abuela...
- Dime, Pedrito
- Si quiere voy a recoger un poco de leña.
- ¿Tienes ganas de comer chocolate?
- Sí, pero no tengo monedas... puedo traerle a cambio un montón de leña.
- No hace falta, tu padre me prometió en la matanza que me traería una carga cualquier día. En la cuadra sólo quedan rachas gordas que no arden si no le metes debajo escobas o cartones. Menos mal que la vecina es una mujer buena y me trae algunos cartones del comercio con los que puedo prender la leña menuda que recojo por el suelo de la cuadra.
- Pues… No se preocupe abuela, ahora mismo le traeré toda la que pueda – afirmó dispuesto a salir.
-Ve al tanto y no te hagas daño.
-¡Abuela, ya soy grande!, ¿no ve que llevo pantalones largos? – añadió hundiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos.

Cogió el hacha que la abuela escondía tras el tronco de la parra y comenzó a correr por el sendero de los guindales del lavadero. Bordeó las huertas y cruzó la carretera, avanzó por una estrecha cañada, casi tapada por zarzales y hierbajos, que terminaba en un prado con álamos altos entre los que discurría el arroyo del lavadero. Junto a la pared estaban dispersas y secas las ramas de la poda. Pedrito eligió una de tamaño mediano. La arrastró cañada arriba, venciendo la resistencia que encontraba en las paredes que delimitaban las fincas. Nada más cruzar la carretera la dejó sobre una explanada de hierba ocupada por montículos de estiércol humeante. Cuando volvió al prado, optó por llevar las más manejables. Subió con una en cada mano y no se detuvo en la explanada sino que continuó hasta la plaza. Cuando trajo la última ya tenía el gaznate seco. Por lo que dejó la rama en el suelo y se detuvo unos instantes mirando el chorro cristalino que vertía el caño del abrevadero. Arrimó el pecho sobre el pretil y haciendo olas con las manos alejó las cañas de paja que flotaban en la superficie hasta dejar un espacio de agua limpia donde se lavó la cara. Después, apoyó los labios a la salida del chorro saboreando de paso el regusto metálico del caño, le recordaba la sensación que notaba cuando tocaba con la lengua las láminas de la petaca de la linterna. Había descubierto que aquel sabor hacía más insípida y fría el agua. Bebió sin prisas, conteniendo el aliento y viendo la porfía que traían las cañas por escapar del remolino absorbente del desagüe. Miró al fondo del pilar y le pareció ver una sardina acostada sobre una piedra blanca. Entonces, cogió un palo del suelo y lo hundió con sigilo, descubriendo un fenómeno nuevo: la vara parecía quebrarse a medida que entraba en el agua. Fue en ese momento, cuando recordó la historieta que días antes les había narrado el maestro sobre Ulises y las Sirenas Encantadas.
“A ver si hay sirenas también en el pilar y doblan las varas cuando presienten que las van a molestar” – pensó.
Terminó de sumergir el palo hasta el fondo y una nebulosa verde y cenagosa se apoderó del pilar. A tientas palpó un objeto y con gran pericia lo extrajo a la superficie donde se rompió el encanto, no era una sirena dormida sino una vieja lata de conservas con el dibujo de una oronda sardina junto a las letras del nombre de la fábrica. (Continuará)

21 octubre 2008

Zizou

Me llamo Zizou, porque mi pelo es de un blanco insultante. Cuando nací, el padre de la casa, que es madridista apasionado, decidió honrar al gran Zidane y me bautizó con ese apelativo. Para mí, tal nominación carecía de importancia, si el hecho de aceptarla llevaba consigo mi aceptación como uno más del clan familiar.
Cuando oigo ¡Zizou!, sé que me llaman, pero yo paso olímpicamente cuando descanso en el sofá o busco el frescor en el suelo de la terraza. Sólo hay un sonido que me enerva y me puede: ¡la apertura de las latas! Es terrible, un suplicio, porque me engaña mi ansiedad y la lata en cuestión acaba volcada en la ensalada familiar y ahí, ahí si que no puedo meter baza.
Sin embargo, cuando escucho rasgar la bolsa que contiene -Delicias de salmón- mi bigote absorbe el aroma y camino ansioso como un sicario tras el portador. Siempre suenan de fondo las risas de la familia al ver el bamboleo de mi colgante barriga. Mas no me importa, que rían cuanto quieran si a cambio veo como caen los granos en el recipiente con forma de gato, que yace en la terraza junto a mi WC.
Nunca me gustó esa ubicación. Imagina que sentirías tu si te obligaran a comer en el excusado. Por eso, algunas veces, cuando el menú no me convence, les muestro mi enfado escarbando en la arena igual que un toro enrabietado. Al poco, escucho sus protestas porque mi comida está llena de tierra. Es entonces cuando salgo como el que no quiere la cosa y me escondo bajo la mesa del comedor hasta que amaina el temporal.
A lo largo de los años, cuatro, que he vivido en esta casa, he ido conociendo el sentimiento que anida en las personas que habitan conmigo, incluso soy cómplice de sus secretos. En definitiva, no me puedo quejar, ya quisieran muchos gatos hermanos sentir las caricias y masajes que me hacen a diario. Por eso, aprovecho la ocasión para expresar mi gratitud y fidelidad hacia esta familia que un día me acogió sin mostrar repulsa porque yo sólo era un callejero, un gatito famélico y esmirriado.

10 octubre 2008

ITV en la comarca de Vitigudino

Eran las once de la mañana cuando pasé a despedirme de un familiar que esperaba con su auto para entrar en las instalaciones de ITV, en un polígono de Vitigudino. Sólo pude expresar perplejidad cuando vi la hilera de coches que se extendía a lo largo de la calle. Conté treinta y seis vehículos esperando turno, ¡inaudito!
Incluso a esa hora aún entraban más en la curva donde terminaba la calle. El familiar me comentó que había subido el día anterior para aparcarlo y así coger buena posición.
No comenté nada. La experiencia ya me había demostrado que ofrecer una alternativa diferente podía traer parejo la etiqueta de enterado, y como dice el refrán: “Para cuatro días que vengo...”, Continué el viaje preguntándome qué clase de organización tendrían en ITV para castigar a la gente de aquella manera. A mi modesto entender, se les estaba faltando al respeto a todas aquellas personas que permanecían apostadas en sus coches. ¿Quién se atreve a decir que su tiempo no es importante? ¡Tanto ó mas que el de cualquiera!
Entre otras razones, porque el cuidado de la hacienda o de la tierra les tiene sujetos con horarios leoninos, tanto en invierno como en verano.
Se supone que las cabezas pensantes de ITV, habrán calculado en más de una ocasión, y si no lo han hecho es su obligación plantearlo, el tiempo necesario para realizar la inspección a los diferentes vehículos.
Tan difícil sería, y lo digo a modo de sugerencia, concertar una hora a través del teléfono para que, incluyendo las posibles anomalías que puedan surgir, ajustar una franja horaria que permita a esa paciente y buena gente no ser victimas de más incompetencia. (Agosto 2008)

01 octubre 2008

La carta imposible

Aquí, desde este lugar en el reino de la calma cuando se acerca el verano, os envío esta misiva para recordar aventuras de mutua adolescencia. Porque, aunque penséis lo contrario, yo era más joven que alguno de vosotros; si aún os quedan dudas, preguntad a mi dueño Manolo. Me gustaría hacer hincapié en unas cuantas cosas que condicionaron mi existencia en el pueblo.
En primer lugar, nunca entendí porque Dios me hizo de aquella manera. Me dio vida en un animal, y no lo eligió al azar o al buen tún –tún, como diría Manuela. Quiso que fuese un híbrido, una bestia de carga, cuyo sino fue aguantar los palos de un amo no siempre acertado. Y me pregunto, ¿por qué no pude ser un pájaro y tener mi nido en el paraje más bello, pudiendo comer un día aquí y otro allá, sin tener que esperar la mano compasiva del amo a la hora del pienso?

Cuando llegué a vuestra casa, desconocía lo que me esperaba, y mira por dónde resultó ser una grata sorpresa. Mi casa estaba a dos pasos del abrevadero. Desde el cuarterón pude ver asombrado la comitiva de hermanos que cada mañana me saludaban después de beber el primer agua de una dura jornada, que les dejaba lastrados de tanto tirar del arado mientras roturaban nuevas quebradas. Al principio Manolo, mi amo, trabajaba en el pantano y yo descansaba. Por eso de vez en cuando como el adolescente que era, mis hábiles labios descolgaban los cerrojos de la libertad. Y mi cuerpo vigoroso y juvenil, cubierto con pelo negro caoba, corría desnudo al "cuatropiés" por los caminos, atravesando prados y cercados sin encontrar barreras en mi carrera, mientras vosotros decíais a los vecinos:¡Sascapau! ¡Lacémila sascapau!.
Con el paso del tiempo esta conducta de rebeldía terminó por marcar para siempre mi vida. Después de la excursión, depende de quien me pillara, quedaban sobre mis nalgas las marcas de la vara. Pero era un dolor pasajero, el tributo a pagar por robar la libertad, y se podía soportar si antes me había puesto el mundo por montera con mi tran-tran curioso por caminos y senderos nuevos. Recuerdo también que, cuando apenas caminabais os escarnachaban encima de la albarda para acercarnos hasta el caño de la plaza, donde el agua me tornaba la imagen distorsionada de un niño asustado que me acariciaba. Un domingo por la tarde al retirarme a mis aposentos, una certera pedrada cercenó de cuajo mi ojo izquierdo. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo, sé que aquel pobre hombre cegado de ira no pretendía en modo alguno hacerme tanto daño. Como consecuencia, tuve que aprender a ver el mundo a medias y eso causaba miedo y recelo en mi entorno. Pero ahí estaba Chicato (un mulo rubio, maduro y alto, con un caminar sin igual, abriendo las manos con armonioso bamboleo entre el trote y el paso ligero) como el hermano inesperado que jamás pone reparos a la hora de tenderte la mano. Siempre metido en varas para tirar del carro, y nunca mejor dicho. Juntos pasábamos las noches de verano, a mí me asustaba el croar de las ranas, pero Chicato cantaba y entonces las ranas callaban y escuchaban.
Los años fueron pasando, vosotros fuisteis marchando y yo me fui haciendo viejo. Supe después que en vuestras cartas me teníais presente y preguntábais por mí. Qué alegría me producía recibir vuestras visitas en la vuelta a casa. Porque aunque yo callaba, sabía perfectamente de quien era la mano amiga que fruncía mi pecho. Después me vendieron cuando vosotros ya no estábais, y nos fuimos distanciando, aunque yo sabía que ya me rondaba el final. Taparon mis ojos, el tuerto y lo que quedaba del bueno, y atado a una noria pasaba los días girando sobre el brocal en el paseo de nunca llegar. Un día me abandonaron las fuerzas y ya no pude caminar más. Después sólo recuerdo el ruido del camión con rumbo al matadero, donde una fulminante descarga me trasportó a una pradera inmensa, rodeada de lagos y montañas nevadas. Allí me esperaba Chicato, la cabra Española y una perrita de nombre Fabiola. Ahora soy feliz aquí arriba y puedo navegar entre recuerdos de un tiempo lejano donde me sentí como un hermano en el seno de aquella humilde familia que vivió en Riocorpo.