La frase del dia

26 septiembre 2009

Las cosas de Morfeo: el manantial, el jabalí y el tren...

Suena de fondo una melodía en mi auto y la carretera va dejando sombras largas porque el sol no acaba de despuntar. La carretera está solitaria y el campo tiene el brillo rociero que no se ve en la ciudad. Durante el trayecto, trato de recordar el último pasaje de la historia que intento escribir, pero desisto porque mis manos ocupadas en el volante me impiden anotar cualquier clave recordatoria; lo comprendo: son las musas vagas del fin de semana que no vienen porque también tienen resaca.
Un monasterio, auténtica reliquia del pasado, se ve a lo lejos; pienso que entre sus muros aún perduran las costumbres ancestrales que nada tienen que ver con nuestro tiempo. Allí resalta enclavado en el paisaje, como un reducto que resiste al tiempo e imagino que el canto gregoriano precursor del alba esa mañana aún fluctuará entre el pétreo silencio.
Llego a la vereda que me lleva al manantial Aparco el auto y escucho un grito desgarrador: “¡socorro!”. El paisaje tupido y bello que me rodea y la placidez del lugar me envuelven en un halo de tranquilidad: intuyo que mi oído ha vuelto a fallar.
¡Baaang! Suena un disparo al otro lado del río. Comienzo a preocuparme de veras y avanzo con cautela por el sendero. Busco entre los árboles el destello metálico de las armas y no veo nada. Llegan voces confusas que arrojan normalidad. Cuando me acerco a la roca donde fluye el agua escucho un ronroneo que no viene a cuento...
Allí estaba, un bello ejemplar de jabalí, sucumbiendo al trago sediento, ofreciéndose como blanco perfecto a sus perseguidores.




Pude ver sus ojos inexpresivos que me miraron fugazmente antes de saltar la pared de rosales silvestres que cercaban el lugar. Degusté el agua y refresqué mi rostro, mas de pronto noté un frío metálico en el cuello, alguien me encañonó; inverosímil, pero cierto; no es un sueño, me pellizqué y sentí el dolor; entre brumas veo al jabalí fugitivo sosteniendo el arma y a voz en grito me exige que abandone su manantial. La bocina de un tren y su chacachá comenzaron a sonar y me lance a correr sin mirar atrás.




El tren se acercaba y no encontraba modo de abandonar la senda. De esta no salgo, pensé.... entonces algo se agitó en mí como un resorte, recobré unas briznas de lucidez y mi cuerpo realizó el mismo ritual de cada mañana: di un manotazo desesperado a la mesilla y el tren calló... ¡Mi madre, ya son las nueve! otra vez llegaré tarde y ya no me quedan excusas que alegar. Podría explicarles que mi cansancio es debido a que he pasado toda la noche corriendo por el bosque porque un jabalí me quería matar, que un tren me quería atropellar. Me dirán que estoy como una cabra, por tanto, sólo me queda poner cara de memo mientras cae el chaparrón y prometer... prometer lo que no creo: que no volverá a suceder.

13 septiembre 2009

la hija del acordeonista


La mañana había sido frenética en la actividad deportiva. Me vino muy bien la reparadora siesta posterior; de las buenas del verano; de esas en las que al despertar la luz te confunde y no sabes si amanece o ya declina la tarde.
Habíamos quedado con unos amigos para cenar en una de las terrazas de la plaza y hacia allí nos dirijimos. La gente bronceada por el sol playero se acomodaba en las distintas terrazas. Quedaban por delante tres días de descanso y mostraban en sus semblantes la feliz entrada en un largo fin de semana.
Los rótulos luminosos de neón parpadeaban los nombres de los establecimientos, algunos chiquillos correteaban vigilados por las abuelas en el paseo central y la remodelada plaza era un bullir susurrante de parejas que iban y venían o acudían al encuentro de alguna cita.
Una vez acomodados fue cuando reparé en la presencia de una niña, una auténtica beldad con un vestido claro y un lazo de seda azul alrededor de la cintura. Supuse que rondaría entre ocho ó nueve años. La acompañaba de la mano un señor de mediana edad, que guiaba un trolley en el que destacaba el estuche de un acordeón.

El hombre se acomodó en un rincón delante una jardinera, los camareros le ignoraban con aquiescencia. Sacó el acordeón convencido de que su hija sería quien le prestaría la máxima atención. Mire a mi alrededor y me percaté de que nadie cercano compartía mi curiosidad. A la niña parecía no importarle la falta de interés del personal, tal vez por eso la nerviosa sonrisa que irradiaba sólo tenía un destinatario: el artista, el acordeonista, su papá.
Se la veía pizpireta y parecía desconocer que su porte de princesa y sonrisa angelical podían agitar las conciencias del bienestar y al paso también la generosidad del personal.
El acordeonista, antes comenzar la interpretación, la conminó a que diese un pasito atrás, probablemente no quería el buen hombre entorpecer el trasiego de los camareros que servían en la terraza.
Mis amigos charlaban y reían, yo me afanaba en dar buena cuenta de una sepia bien tostada. La niña me observaba sin ningún recato, con chispeantes ojos verdes, ávidos por conocer el mundo en una ciudad extraña.
La gula pasó en mí a un segundo plano y no sé por qué extraña razón me volqué en observar las reacciones de aquella mujercita.
El contraste, entre el músico ambulante con el reclamo de su hija y la indiferencia de los clientes, me atrapó.
Al instante sonaron los acordes de un bolero. Hasta bien entrada la melodía era un verdadero galimatías averiguar qué canción sonaba. Cada vez que el acordeón trastabillaba, o “mentía”, la niña miraba con cara de pillina a su papá, por lo que deduje que poseía oído fino y buena memoria, o que no había otra canción en el repertorio.
“Aquellos ojos verdes de mirada serena dejaron en mi alma eterna sed de amar; anhelos de caricias, de besos y ternuras, de todas las dulzuras que sabían brindar” canturreaba yo al compás.
Observé que la princesa dirigía saludos con la mano a un grupo de hombres de baja estatura y tez morena, que lucían un espectacular bigote mientras esperaban sentados en un banco próximo a la terraza.
Al terminar la canción se escucharon timoratos aplausos de los del banco. El acordeonista sacó un cuenco de plástico y se paseó con gesto contrito entre las mesas recogiendo algunas monedas. No muchas, así al menos daba a entender por las muecas de resignación con que miraba a la niña.
El hombre cargó los bártulos en el trolley y al pasar a mi lado observé que un amplificador del tamaño de una caja de zapatos estaba a punto de caer. Les avisé y se detuvieron unos instantes.
- “¿Tenemos suficiente como para comprar la tarta de regalo a mamá?”- oí que preguntaba la niña en un castellano poco claro.
-“Sí - respondió el hombre- ¡Una grande!” .
-“¿Cómo de grande?, ¿igual que la de cumpleaños feliz?”

El hombre calló y miró al cielo. No sé si le agradecía algo o más bien reprochaba su escasa fortuna. Sonrió, alzó la mano señalando un punto en el firmamento y dijo:
- “ Igual que ella”
- “Quién es ella”
-“La luna, hija, la luna que nos alumbra”.
-“Papá, la luna es más grande que la de cumpleaños feliz”.
-“Mejor, así tendrás para más días”

La pareja reanudó la marcha esperanzados en la felicidad que iba a proporcionarles la esperada tarta. Y recordé las tartas de galleta con capas de flan y chocolate, que era el no va más si la coronaba una fina capa de azucar...