No estaba entre
mis deseos visitar esa ciudad a pesar de que haber escuchado comentarios
excelentes por parte de quienes la habían visitado.
Éramos los de casa los que cruzábamos entre
muchos viajeros por el vestíbulo del aeropuerto Stansted. Atravesamos la
campiña inglesa repleta de un verde poderoso en un tren de cercanías. El
compartimento era amplio y entre los asientos se abría una mesa, ideal para
reponer fuerzas y contemplar lo que la ventana nos ofrecía. A mitad de
trayecto se detuvo en Tottemham Hale y luego continuó
hasta Liverpool.
El metro nos llevó hasta la estación Victoria.
Me sorprendió el trasiego de viajeros de etnias diferentes con atuendos
genuinos que miraban los paneles luminosos de información; también, el hormiguero
humano que caminaba portando mochilas, maletines, o arrastrando pequeñas maletas
con ruedas. Y pensé que tanta gente junta y
diferente es lo que a Londres le daba esa fama de urbe cosmopolita.
¿El hotel?,
mejor no hablar y así queda dicho todo. Iniciamos las visitas y nuestra guía casera, Sara, se desenvolvía con
cierta soltura. Llevaba su carpeta con las entradas, los horarios, las ofertas
de dos por uno, o grupo familiar, todo detallado y perfectamente organizado.
Siguiendo las líneas coloreadas que nos
indicaba la guía alzando el paraguas cerrado, cruzábamos las entrañas de
Londres con el metro (Underground).
Después, el autobús rojo de dos pisos nos permitió observar
el meollo de las calles. Una ciudad con un gran filón en el turismo. Nuestras cámaras
esquivaban los árboles para disparar
fotografías con la avaricia de la primera vez.
El día
siguiente amaneció gris con manchones oscuros en los nublados. En la esquina de
Covent
Garden, esperó la guía de la camiseta roja, la profesional, valenciana,
nos advirtió que el día pronosticaba
lluvia en abundancia y sugirió que hacer la ruta a pie no era lo más
aconsejable. La gente comenzó a dudar y el grupo se redujo a la mitad. Las
cámaras exigían cuidado. Laura compró paraguas. El de la tienda los cobró como si llevaran
música incorporada.
La lluvia nos obligó a buscar refugio entre
los edificios. Amainó cuando entramos en la Plaza Trafalgar Square. Allí
destaca la columna del Almirante Nelson.
Visitamos: Palacio Buckingham, Búnquer-
Gabinete de Guerra de W. Churchill, Parque St. James, Downing St. 10 (casa
Primer Ministro: David Cameron), Guardia Montada, Big Ben y Parlamento, Iglesia
St. Martin-in-the-Fields, Abadía Westminster, Whitehall, Galeria Nacional (copiado
de los apuntes de la guia casera)
El museo británico
estaba abarrotado de
visitantes. Por una parte, salí con un regusto amargo, pues me causó la impresión de que el otrora poderoso Imperio Británico había sido un expoliador de sus antiguas colonias. Por otra, he de
admitir que, gracias a ellos había podido ver arte en su máxima expresión. Allí
estaba la original piedra Roseta hallada en Egipto. Sería largo y farragoso
enumerar y detallar la cantidad de obras de arte que vimos. Nuestras
cámaras disparaban de manera continuada y con absoluta libertad para disfrutar
y recordar cuando este viaje se convierta en un recuerdo.
Me resultaba extraño ver los vehículos con el volante en la parte
derecha. Creaba confusión esperar el metro y ver que aparecía por donde yo
esperaba la salida, igual sucedía con el autobús.
Los españoles que trabajaban allí, chicas es lo que más vi, no mostraban
signos de alegría. Supuse que su
estancia sería temporal, para aprender el idioma, o quizá, en el peor de los casos, porque en nuestra España no encontraron alternativa. Eso me hizo
renegar de nuestros gobernantes.
Llego a la conclusión de que, cuánto más
salgo al extranjero más me gusta esta España maltrecha ahora. Esos días grises y "tristones" con un tiempo loco nada tienen que ver con el mar luminoso de Tarragona, Ni con la lluvia serena castellana. Y si hablamos de gastronomía, lo cambio todo por un trozo de embutido (chorizo suena a despectivo, ya sabéis por qué) de mi tierra salmantina, o
los calços de Tarragona, verdadera delicia para el paladar.